Vírgenes Medievales Hispánicas

4. La gran expansión mariana

4.3. Hacia la unidad

La idea que hasta el siglo XII se tenía de una orden religiosa era muy distinta de la actual. Hasta entonces, no era nada extraordinario que los clérigos lombardos alemanes y franceses tuvieran mujer e hijos, y llevaran una vida muy mundana.

Desde su fundación, la orden benedictina -frailes negros- había adquirido mucho poder, y no era inusual, ahora, que los obispos tuvieran cargos públicos o que la investidura laica fuera la forma habitual de nombrar a los eclesiásticos. Tampoco, que ningún nombramiento papal se llevara a cabo al margen de los principales reyes de Europa.

Con voluntad de retirar el poder religioso de los poderes regios, se inicia una reforma que pretende retornar la orden y la vida monástica a su primitiva sencillez, a la pobreza y a la oración, más propias de los orígenes espirituales del cristianismo. Para ello, era importante separar la orden benedictina de los reyes y mandatarios, y controlar las investiduras de los eclesiásticos. Esta separación minimizaba el poder de los reyes en sus respectivos territorios, y en su resistencia, se desencadenó la denominada “guerra de las investiduras”, que enfrentaría al Papa nada menos que con el Emperador del Sacro Imperio y que conduciría a un cisma y a un doble papado.

En resumen, la pretendida reforma espiritual acabó en una lucha política para aumentar el poder temporal de la Iglesia de Roma. Finalmente, las investiduras quedaron en manos de la Iglesia de Roma. Llegados a este punto, Cluny -de grandes monasterios de fuerte poder local-inició su decadencia para dar paso a nuevas órdenes cistercienses de dependencia directa de Roma. En la reunión que tuvo lugar entre Ponce de Melgueil, abad de Cluny, y el papa Calixto II, este último manifestó abiertamente su apuesta por una nueva orden, que dependería enteramente de Roma: la orden del Císter. Serían los llamados “frailes blancos”, en oposición a la “vestimenta negra” del hábito benedictino. Sería esta orden la encargada de difundir la idea mariana así como de unificar el dogma cristiano, diferenciándolo siempre del “infiel”.

La nueva orden se extendió rápidamente por Europa. La Península Ibérica no fue una excepción: Alfonso VI -muy conocido por los episodios del Cid- reinaba en León, Castilla y Galicia. Este rey apoyó decididamente el proyecto de Gregorio VII de la gran unidad, y, a partir de ese momento se fundaron grandes monasterios de la nueva orden en sus territorios como el de Gradefes, en León, el de Tulebras o el de Fitero, en Navarra o el de Las Huelgas, en Burgos.

También en los territorios de la Corona aragonesa se fundaron grandes monasterios; de hecho, el primer monasterio de la orden del Císter fundado en la Península fue el monasterio de Poblet, en Tarragona. La nueva orden pasó a controlar también, en poco tiempo, muchos de los antiguos monasterios benedictinos; este traspaso de manos afectó incluso a los centros más históricamente emblemáticos, como fue el caso de San Isidoro de León que había sido, hasta el momento, nada menos que el panteón de los reyes de la dinastía leonesa.

El Císter difundió la imagen mariana en la Península; poniendo sus ropas en movimiento y suavizando el gesto general, la fue humanizando para hacerla “Madre” y, pronto, de mano de la nueva estética imperante en Europa, el gótico, María se “pondría en pie”. La nueva María tendría, curiosamente, una nueva advocación muy significativa y exitosa: “la virgen blanca”.

La unidad de corona, culto, orden y dogma se extendía y sería una tendencia de siglos.

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