Vírgenes Medievales Hispánicas

2. La época anicónica

2.3. Los monasterios

Según los textos árabes de la época, la religiosidad en la Península Ibérica del siglo IX era “una mezcla de cristianismo, budismo y judaísmo, junto con otras mil creencias presididas por la fatalidad”. Aun siendo algo exagerada esta descripción, ciertamente la Península no presentaba todavía una unidad religiosa ni mucho menos doctrinal. La liturgia hispánica -llamada mozárabe para diferenciarla de la futura liturgia romana- tenía ritos distintos según la zona. La tradición precristiana permanecía arraigada, todavía, en algunos lugares, especialmente en las zonas apartadas de las grandes urbes. Así, la lucha del clero latino por conseguir “unidad” era constante, requiriendo una y otra vez que no se practicasen ritos “paganos”, insistencia que nos deja muy claro que se practicaban de manera bastante general.

Tímidamente desde la llegada del cristianismo, y con gran desarrollo en el siglo VII, en las zonas alejadas de las urbes, se había constituido un movimiento eremita que se caracterizaba por el retiro de personas, o “santones”, a lugares solitarios para hacer vida contemplativa. Estos lugares tenían mucha influencia en los alrededores y, con el tiempo, algunos se convirtieron en ermitas o cenobios y, algunos de ellos, posteriormente, en monasterios. La similitud fonética entre “eremita” y “ermita” nos da idea de la continuidad del fenómeno: unos y otros son lugares de adoración apartados del mundanal ruido.

La forma de vida y de práctica religiosa en estos primeros monasterios no eran semejantes a las de la actualidad. Algunos centros eran casi “familiares”, femeninos y masculinos, cuya vida y filosofía se desenvolvía en una fórmula a medio camino entre la religiosidad y el poder feudal. Es un periodo en el que queda poco clara la división entre el clero secular y el regular. El clero secular está formado por personas con una vida social normal, pero que administran sacramentos o participan de las responsabilidades religiosas; el clero regular, en cambio, está compuesto por personas cuya vida se circunscribe a unas responsabilidades religiosas y que deben seguir unas reglas establecidas.

Estos primeros monasterios actuaron básicamente como guardianes de los escritos y legados, y, a buen seguro, la idea cristiana se mezcló con conocimientos de la cultura clásica y de tradiciones merovingias sin que se sintiera necesidad ninguna de una “ortodoxia común cristiana”. Como centros de cultura y poder, estos monasterios tenían una enorme influencia en el ámbito social de las comunidades de sus inmediaciones. En muchas zonas alejadas de las ciudades y en muchas zonas montañosas donde no hubo obispados hasta entrado el siglo X, la influencia de estos centros sobre las poblaciones colindantes fue enorme e impregnó todo el orden religioso y social.

Aunque se edifican ya monasterios dedicados a María: Santa María del Paular (Madrid), Santa María del Naranco (Oviedo), Santa María de Melke (Toledo), Santa María de Bendones (Asturias), Santa María de Alaón (Huesca), no tenemos constancia de que existiera, en aquel momento, imagen alguna de bulto redondo que los presidiera.

Anterior Siguiente