1. El Substrato
1.7. Hitos marianos (I)
En el siglo VI, Constantino IV incluye en su bandera la imagen de la Virgen.
Las cuatro grandes fiestas marianas, antes solamente practicadas en Oriente, son asumidas en Occidente: Purificación, Anunciación, Asunción y Natividad.
Justiniano condena en Constantinopla el culto a Isis, y sus sacerdotes huyen a Occidente (ello favoreció, en consecuencia, la veneración de esta diosa en territorio hispánico).
En el III Concilio de Toledo (año 589), el rey Recaredo I de la Hispania visigoda se convierte al catolicismo y, por ende, el culto a María se extenderá por su territorio.
Ildefonso, arzobispo de Toledo, escribe “De virginitate perpetua sanctae Mariae” lo que constituye, según los estudiosos, el inicio de la teología mariana en Hispania. Él mismo acuñó, también, la noción de “María intercesora”, es decir, mediadora entre el hombre y la divinidad. Distintos textos del momento emplearán la expresión “humani generis reparatrix”.
En el siglo VII, la iglesia de Oriente ya celebra la fiesta de la Inmaculada Concepción y representa a María en la pintura. Se inician oraciones a María como la Salve o la salutación evangélica en la Iglesia oriental, pero en Occidente el propio obispo de Toledo habla de “adopcionismo” de Jesús.
En el año 760, nace Alfonso II, rey de Asturias, que afianzará de manera decidida el culto mariano en la Península. Alfonso II consolidó la presencia cristiana en Galicia, León y Castilla, y fijó su corte en Oviedo, donde construyó varias iglesias dedicadas a María. Aunque la figura de María no es de concepción unívoca, su culto se extiende por el reino visigodo y por Asturias.
El II Concilio de Nicea (año 787) establece como “corpus doctrinal” la veneración de imágenes. Para justificar dicha veneración, el Concilio explica que las imágenes son representaciones de realidades trascendentales de sustitución, que no deben ser adoradas como adoración en sí misma, sino como evocación.